¿Qué tal te llevas con tus emociones?

A lo largo del día nuestro estado emocional varía. Podemos sentir enfado, tristeza, asco, alegría, sorpresa o miedo -que son las 6 emociones básicas-, y además, una gran variedad de sentimientos y estados de ánimo diferentes.

Las emociones forman parte de nosotros y no podemos negarlas o ignorarlas. Es como si tuvieran vida propia. Surgen de manera espontánea sin que podamos hacer nada por evitarlas. Otra cosa diferente son los sentimientos o estados de ánimo que pueden generar esas emociones. Y eso sí depende de nosotros.

¿Para qué sirven las emociones?

Cuando se rompe el equilibrio entre nosotros y el entorno en el que estamos surge una emoción. ¿Para qué? Para avisarnos de que está sucediendo algo que es importante para nosotros, para darnos información sobre lo que necesitamos en ese momento, y para invitarnos a pasar a la acción.

Así, por ejemplo, el miedo nos avisa de que estamos en peligro, nos pone alerta, y nos invita a huir. El enfado nos dice que alguien se ha saltado nuestros límites y nos invita a defendernos. La tristeza surge como consecuencia de haber perdido algo o alguien -que es importante para nosotros-, y nos invita a retraernos…… Las emociones surgen de manera natural. No somos responsables de sentirlas, pero sí lo somos de permitir que nos gobiernen y dominen nuestra vida.

Las emociones son neutras. Y no hay emociones buenas ni malas. ¿Acaso es malo sentir enfado? NO. Otra cosa es lo que, en ese momento, decidamos hacer con ese enfado que ha surgido.

Emociones y sentimientos.

Una vez que ha aparecido la emoción, dependiendo de los pensamientos que asociemos a esa emoción, o de la historia que nos contemos acerca de lo que está sucediendo, nuestro estado de ánimo -o el sentimiento que experimentaremos- podrá ser diferente.

Por ejemplo, imagina que tu hijo adolescente llega a casa muy sonriente con un ramo de flores en la mano para ti. Y te dice: “toma mamá, te he comprado este regalo”. Tú te quedas a cuadros porque no es tu cumpleaños ni el día de la madre… y además es la primera vez que tu hijo hace algo así… pero le das un abrazo y se lo agradeces.

La emoción que habrá surgido de forma espontánea será la sorpresa. La emoción sorpresa dura sólo unos segundos. Hasta aquí, todo bien. O más bien, todo neutro. Mientras buscas un jarrón para poner las flores, tu mente empieza a crear pensamientos. Y comienza tu diálogo interno: qué detalle tan bonito… ¡no me lo esperaba!… si en el fondo es muy buen chico… ¡pero, cómo se le habrá ocurrido!… cuánto le quiero”…Todos esos pensamientos generarán en ti sentimientos de gratitud, cariño, ternura, conexión…Y pasarás el resto de la tarde feliz como una perdiz, y deseando contárselo al resto de familiares y amigos.

Ahora, imagina que tu mente elabora otro tipo de pensamientos ante la sorpresa que te ha dado tu hijo y, mientras buscas el jarrón, piensas: “qué raro que me haga un regalo sin venir a cuento… seguro que quiere algo de mí… ¡qué estará tramando!… o peor todavía, qué horrible noticia estará a punto de soltarme… ¡seguro que la ha liado!… ¿o serán las notas?… ¡uy, me espero lo peor!….” Estos pensamientos generarán en ti sentimientos de confusión, desconfianza, miedo, recelo, preocupación….Y, como consecuencia, pasarás la tarde en un estado de inquietud y desconfianza que no te resultará nada agradable. ¡Con lo tranquila que estabas tú antes de que tu hijo llegara con el regalito!

Como verás, tú misma has generado tu estado de ánimo. El regalo de tu hijo sólo fue un estímulo neutro que en un principio desencadenó en ti una emoción, la sorpresa. Ni más ni menos. El resto lo creaste tú solita.

Si no te das cuenta del estado de ánimo que experimentas en cada momento, no podrás cambiarlo. Y si no eres consciente de tu estado de ánimo, la situación te controlará a ti, y no al revés. Por lo tanto, vigila tus pensamientos porque estarán generando tu estado anímico.

¿Qué haces con tus emociones?

Ya hemos visto que las emociones forman parte de nosotros y no podemos negarlas o ignorarlas, aunque a veces pretendamos hacerlo -como mecanismo de defensa- para intentar protegernos de lo que puede resultar molesto o doloroso.

Por ejemplo, después de discutir con mi hijo puede que me sienta enfadada. Vale, estoy enfadada. Pero… la verdad es que también ha surgido tristeza… Y puede ser que yo decida aparcar a un lado esa tristeza, porque reconocerla y aceptarla me resulta doloroso, ya que me lleva a sentirme culpable al no creerme capaz de manejar -de forma satisfactoria- la relación con mi hijo. Y me quedo con el enfado, que me resulta más fácil de “soportar”, pero escondo la tristeza porque me incomoda. Pero, esa tristeza, por algún sitio se queda…

El reto consiste en saber reconocer tus emociones, aceptarlas, no juzgarlas -como buenas o malas-, y gestionarlas de manera adecuada.

Si no eres capaz de reconocer y aceptar tus emociones, sin juzgarlas, ¡cómo vas a ser capaz de reconocer y validar las emociones y sentimientos de tu hijo! ¿Y cómo podrás llegar a comprenderle?

La influencia de la familia. 

Todos -por nuestra infancia- tenemos emociones en las que nos cuesta estar. Por ejemplo, en mi familia nos cuesta atravesar la tristeza. Les cuesta a mis padres, a mí misma, y a mis hijos. Y cada uno la evita como buenamente puede. ¿Por qué? Porque no sabemos qué hacer cuando la tristeza aparece. Porque nos resulta incómoda y molesta. Y en mi familia, esa incapacidad se ha ido transmitiendo de padres a hijos.

Hasta que no viví mi propio proceso de coaching no me dí cuenta de ello. Hasta ese momento, yo era incapaz de acompañar a mis hijos cuando estaban tristes, aunque no fuera consciente de ello. Cuando los veía tristes, procuraba desviar su atención en lugar de aceptar y validar lo que estaban sintiendo. Tampoco hacía falta que hiciera o dijera nada especial, simplemente se trataba de estar a su lado, acompañándolos. Haciéndoles saber que comprendía lo que estaban sintiendo.

Bastó con que tuviéramos una conversación -toda la familia- acerca de ello, para que al ser conscientes de cómo funcionábamos, todos pudiéramos empezar a hacer cambios.

Los padres podemos acompañar -o reprimir- el desarrollo emocional de nuestros hijos. De nosotros depende.

¿Tapas unas emociones con otras?

Es importante que tomes consciencia de cuándo estás tapando una emoción con otra.

Cuando me separé, las emociones que predominaban en mí -ante la situación familiar que estábamos atravesando- eran la tristeza y el miedo. La mayor parte del tiempo estaba triste y asustada. Pero como creía que debía mostrarme fuerte ante mis hijos para que no se derrumbaran, tapaba mi miedo y mi tristeza con enfado. No era consciente de que con mi actitud estaba propiciando que todos nos aisláramos emocionalmente, sin poder compartir nuestro dolor. ¡Todos reprimiendo emociones! Si hubiera sido capaz de mostrar mi vulnerabilidad, les habría dado permiso para mostrar la suya y así poder acompañarnos mutuamente. ¡Ojalá hubiera sabido de inteligencia emocional en aquel momento!

Por otra parte, nuestro vocabulario emocional es muy escaso. A veces nos resulta difícil expresar con palabras nuestro estado anímico. Muchas veces no pasamos del “bien”, “regular” o “mal”, para expresar cómo nos sentimos. Por ejemplo, después de una discusión con mi hijo, ¿estoy enfadada, o más bien lo que siento es impotencia, culpa o hartura? Esta mañana, en la reunión de trabajo, ¿sentí vergüenza, o más bien era rabia porque los demás me podían estar juzgando? ¡Qué importante es identificar lo que sentimos!

Si no aprendemos a saber reconocer qué es lo que sentimos, ¿cómo podremos expresar nuestros sentimientos a los demás?

Sentir emociones es sano. Lo que no es saludable es negarlas, esquivarlas, reprimirlas o quedarnos anclados en ellas. O más bien en los sentimientos que provocan. Las emociones reprimidas se somatizan y dañan nuestro cuerpo.

Todos caminamos por la vida cargando con una mochila emocional que hemos ido llenando con todas aquellas emociones del pasado que no supimos gestionar adecuadamente y que se nos han quedado dentro en forma de envidia, celos, rencor, resentimiento, culpa…. Conviene parar y revisar esa mochila para ver qué llevamos dentro y de qué queremos deshacernos para poder seguir caminando por la vida mucho más ligeros.

Si quieres ser capaz de comprender a tu hijo adolescente, mostrar empatía por él, y por todo lo que está sintiendo en esta etapa tan importante de su vida, primero ocúpate de ti. De aprender a reconocer, aceptar y gestionar tus emociones según van apareciendo.

 

EN CLAVE DE COACHING:

¿Eres capaz de identificar cada emoción cuando aparece?

¿Te das permiso para sentir todas las emociones, la tristeza, la ira, el miedo…?

¿Qué emociones suelen predominar en tu día a día? ¿Enfado, tristeza, miedo, alegría…?

¿Aprendiste -en tu familia- que hay emociones buenas y emociones malas?

¿Eres consciente de cuándo estás tapando alguna emoción con otra?

¿Hay alguna emoción en la que te cueste estar? ¿Qué haces, entonces?

¿Eres capaz de validar las emociones de tu hijo y aceptarlas, o las juzgas?

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